Seamos honestos. Cuando hablamos del amor, muchas veces no podemos evitar suspirar y voltear los ojos hacia arriba, exclamando sin esperanza alguna: ¡hombres! Y es que algo tiene de verdad, a los hombres y a las mujeres se nos ha enseñado a expresar el amor de maneras distintas, todos sentimos lo mismo, pero a los “machitos” les da miedo expresarlo porque se les cae “aquello”; sí, el sistema patriarcal que les brinda tanto privilegio.
A mediados del siglo XIX se empieza a escribir sobre las diferencias entre los chicos y las chicas. Para la antropóloga social Mélanie Gourarier, el constructo de masculinidad compromete el trabajo de los historiadores, puesto que es clave definir el término según una época y espacio definido ya que han existido muchos tipos de masculinidades y su definición continúa evolucionando. Todos estos constructos sociales comienzan a aprenderse desde los primeros años de vida y estudios de psicología revelan que entre los 4 y 7 años de edad, los varones se encuentran en un estado de vulnerabilidad que posteriormente vuelve a suscitarse al iniciar la pubertad. Durante estos periodos de tiempo se presentan conductas violentas, entre ellas, depresión y suicidio, además de problemas del aprendizaje. Las chicas por su parte, presentan esta etapa de vulnerabilidad hasta la adolescencia, donde se presencian bastantes casos de trastornos alimenticios y otras prácticas autodestructivas como el cutting.
Cuando se llega a la adolescencia, las mujeres se enfrentan a una cultura que las divide entre chicas buenas o malas, la misma que hace la división entre lo masculino y femenino, marcando qué es lo que las chicas deberían de hacer. Esto se torna en una especie de iniciación; una iniciación al patriarcado. A la feminidad se le asocia erróneamente con lo delicado, lo frágil, lo puro, la amabilidad y por ende, lo masculino; en oposición, resulta ser lo grosero, lo violento, lo rudo, la fuerza. Si un chico es de esta forma, entonces no es una chica ni tampoco un homosexual.
Cuando un varón llega a la adolescencia, primero se enfrenta con un cóctel de hormonas y al hecho de encontrar sentimientos que no había percibido antes, también se desarrolla la capacidad de autorreflexión, es decir, se interesan en sí mismos, en su propia experiencia, su valor propio y sentimientos; esas cualidades emocionales que estaban escondidas vuelven a salir a flote.
En el libro de Naobi Way: Deep Secrets: Boys Friendships and the Crisis of Connection muestran un estudio en el que se discute lo primordial que es que un adolescente varón tenga una amistad con sus pares. No solo son amistades que comparten pasatiempos sino relaciones realmente íntimas. Necesitan contar sus secretos, sus sentimientos; algo que normalmente se relaciona a las amistades entre mujeres. Durante este estudio, también se identificó que para cuando los varones llegan al último año de bachillerato (17-18 años de edad) tres cuartas partes de ellos habrían perdido a sus mejores amigos y tienen una percepción estigmatizada por el género y la sexualidad, surgiendo frases comunes como: “¿Para qué le contaría a alguien mis secretos? No soy una chica”. “Ni que fuera maricón”.
Como todos los seres humanos, los varones también nacen con una increíble capacidad de reconocer emociones en el mundo que los rodea, sin embargo, cuando crecen y se enfrentan a los paradigmas patriarcales, los chicos adoptan la idea de que tener inteligencia emocional y sensibilidad está asociado con ser una chica, por lo tanto, lo ocultan. Pretenden que no les interesa, como si no se preocupasen por cómo ellos afectan a los demás. La paradoja está en que su anhelo de entablar una relación de amistad con otros chicos y probar que son uno más, les hace esconder parte de sus cualidades humanas que realmente les permitirían crear este tipo de vínculos.
La necesidad de mostrar su masculinidad y que se les reconozca por ello les hace adentrarse en un círculo vicioso en el que buscan la aprobación constante de otros varones. En este punto, a la mujer se le convierte en un objeto, en una insignia. Entonces, entre más mujeres formen parte de la lista de encuentros sexuales de un varón, mayor aprobación, por parte del resto de machos, obtendrá el sujeto. Las mujeres acá vuelven a ser despojadas de todo valor. Los varones no se preocupan por seducir a las mujeres sino por demostrarle a otros qué tan machos y viriles son.
Ahora, ¿qué sucede con las mujeres en este sentido? A la mujer se le impone la idea de que para ser el tipo de mujer con la que la gente quiera estar, ella debe sacrificar el decir lo que piensa y siente, lo cual perpetúa el esquema de orden patriarcal en el que el hombre es violento y la mujer es callada. Una referencia culturalmente popular es lo que sucede con Ariel en el clásico de Disney: La Sirenita. Ariel da su voz a cambio de piernas para poder estar con el hombre que desea. Úrsula por su parte, le recuerda que no le hará falta su voz, que basta con ser bonita, salvo que quiera aburrirles (a los hombres). Así, el orden patriarcal del que hablamos mantiene varias jerarquías: de color de piel, de género, de sexualidad, econónimcas, etcétera.
Queda claro que el patriarcado afecta tanto a hombres como mujeres, pero ¿por qué se perpetúa este sistema? ¿Por qué nos privamos de experimentar genuinamente el amor? En el libro de Carol Gilligan: Why does patriarchy persists? explica que se mantiene este sistema patriarcal porque nos protegemos de la pérdida. Amar genuinamente representa ser vulnerable y exponerse al rechazo. A los varones específicamente se les enseña a minimizar el sentimiento de pérdida, de inconformidad y a no mostrarse vulnerable porque implica una pérdida de poder. Recordemos la frase de Donald Trump: If you are enough of a star, you can grab them by the p(genitales femeninos). Los hombres perpetúan el patriarcado porque les da poder, privilegio y no están dispuestos a dejarlo, incluso este sistema pone a ciertos hombres por encima de otros: hombres blancos por encima de hombres de color, hombres heterosexuales por encima de hombres homosexuales, hombres cisgénero por encima de hombres trans, y en general, todos los hombres por encima de las mujeres.
Cada vez más, los estudios muestran que lo que necesitamos son relaciones humanas, amar y ser amades, que el no tenerlas es tan malo para la salud como fumar cigarrillo. Entendiendo esto, es alarmante que la cantidad de hombres que carecen de relaciones, salvo aquella matrimonial, es cada vez mayor. El precio que los varones pagan por mantener la construcción social de su masculinidad es muy alto y la violencia también es parte de ello. Esta situación de sacrificar el amor a cambio de mantener sus cualidades “masculinas” se encuentra implícito desde los orígenes mitológicos y religiosos de la sociedad. Carol Gilligan menciona al ejemplo de Abraham, quien para probar su devoción a Dios debe sacrificar a su hijo, a quien ama o bien, Agamemnon, quien para restaurar el honor y llevar su ejército a Troya, debe sacrificar a su hija.
Al final de cuentas, el patriarcado, como muchas veces ya se ha planteado, recae en un dilema de poder, aquel poder que se concibe desde la definición masculinizada (pues esta se puede encarnar tanto en hombres como mujeres). Esto afecta directamente una de las funciones vitales para el ser humano: amar, el vincularse con otros, somos seres sociales por naturaleza. La única manera de hacerlo de manera auténtica es a través de la resistencia ante el sistema patriarcal.
Como una generación más consciente sobre el problema, queda en nosotros la capacidad de seguirnos cuestionando estos dogmas, luchar por la ideología de género y evitar transmitir penosas y arcaicas ideas a las generaciones que vienen en camino con el fin de que puedan amar libremente sin prejuicios, sin limitantes y sin un papel que desempeñar, que al final de cuentas nos lastima a todos.