A partir del año 2010 la aplicación y red social estadounidense, Instagram, tuvo un crecimiento exponencial en millones de internautas alrededor del mundo. La idea de compartir imágenes sobre nuestro día a día fue el principal motor para que rápidamente se popularizara la plataforma. No fue hasta el año 2016 cuando la opción de compartir historias sobre lo que hacíamos en el momento se implementó con la opción de añadir filtros en ellas para enriquecer la experiencia tecnológica y, para muchos otros, empobrecer la autoestima humana.
En la actualidad, una de las principales controversias que ha generado el uso de redes sociales es la idea de vender una imagen ficticia al espectador sobre una vida que no se tiene. Pero hoy surge una nuevo dilema ya que, en los años más recientes, los nuevos filtros de Instagram se han democratizado a tal grado que es raro encontrar alguna historia que no tenga un filtro de por medio.
En cuanto a su exposición, tan sólo en el primer trimestre de este año -comparado con el año 2018- aumentó un 14% la tasa promedio del consumo de historias en donde millones de personas interactúan diariamente con ellas. Uno de los efectos colaterales de este uso -que muchos sienten pero no concientizan- tiene que ver con la autoestima, pues la ensoñación de belleza con la que el filtro conecta con el consumidor crea una atmósfera de un ente irreal que probablemente refuerce sus inseguridades al momento de quitarlo.
De acuerdo a diferentes medios sobre estudios estadounidenses, más del 50% de la población ha acudido con cirujanos plásticos con la idea de parecerse más a los filtros de sus plataformas tecnológicas, entre las que destacan operaciones de nariz, busto y aumento de labios. En la serie distópica de Black Mirror pudimos ver en el capítulo de “Nosedive” una edición de imágenes perfectas, pues precisamente el equipo buscó plantear un panorama terrorífico de los filtros a nivel interno y externo. En un planteamiento más futurista la miniserie británica, Years & Years, hizo lo mismo al mostrar una dependencia extrema por el uso de filtros.
La apuesta de las grandes marcas por crear atmósferas inexistentes son reforzadas por artistas e influencers que posan frente a personas y ocasionan, en muchas, un transtorno mental por una preocupación física obsesiva llamada dismorfia coporal que afecta a todos por igual. Aunado a ello, la imagen constante de una realidad ficticia sobre cómo se tiene que ver una persona al despertar, al comer, estar en el gimnasio o irse a dormir alimenta este tipo de afecciones.
“Mira que delgada está”, “Quiero estar así de mamado”, “¿Qué productos comprará para tener el cutis perfecto?”: ¿Por qué pareciera que nos hemos apropiado de este tipo de afirmaciones? Sí, al final sabemos que el marketing es un negocio que en mucho se alimenta de nuestras inseguridades, pero más allá de eso depende de nosotros el que la grasa, las imperfecciones faciales y los dientes desalineados no se conviertan en un enemigo. Tal vez es el momento de conmiserarnos más del otro y darnos cuenta que somos perfectos con aquello a lo que hemos aprendido a odiar y, por ende, etiquetamos como imperfecto.